El burro mocho


Era un caserío alegre y peculiar, aquel dónde nací. Vega de San Isidro, un apartado caserío de Biscucuy, allí boté la concha del ombligo y creci entre mijaguales gigantes y samanes frondosos. En una casa campesina de amplios corredores y patio adornado de matas que mi madre celosamente alimentaba a diario. Allí viví los años más hermosos que recuerdo.

Compartimos entre el bullicio de los pájaros, las guacharacas y el frescor de los árboles que le daban sin duda el toque mágico a aquel lugar remoto, distante del bullicio citadino que en ese entonces yo ignoraba.
En casa éramos una familia numerosa, mamá logro parir mas de una docena de tripones, que año tras año incrementaba las cifras de natalidad de nuestro placentero hogar.
La casa era grande, de bahareque y zinc, antes era de palma yo no la ví así, compartíamos los patios con gallinas, cochinos, yeguas y el preferido por todos en la casa, el burro mocho.
Era un burro pequeño y muy dócil, mansito el burro mocho, (Dios lo tenga en la gloria burruna), todos lo montabamos, desde los más grandes hasta los más chavalos, sin duda era el preferido de la casa.
Cuando yo lo conocí ya le faltaba la oreja izquierda, de allí su nombre, que con tanto orgullo burruno llevaba. En todo el caserío era muy apreciado el burro mocho, ayudando a las cargas de algunos vecinos, pues era muy solicitado en calidad de peón para ayudar a la labores diarias.
Hubo que amputarle la oreja izquierda producto de una gusanera feroz que le atacó y que papá no lograba eliminar, así que la única salida era amputarle una oreja para marcarlo para siempre como el burro mocho de Rafael Antonio. Eso es lo que logré escuchar en muchas ocasiones de conversa cuando alguien de la casa relataba la desgracia del burro al perder su oreja izquierda.
El burro mocho más que una bestia de carga se convirtió en la mascota del caserío, los muchachos lo montabamos con confianza, aunque muchas veces mordimos polvo en zamarras caídas que nos disparaba fuera del lomo de nuestro amado asno.
Un día me encomendaron ir a la carretera, a vender unas caraotas  y de regreso traer algún producto que no recuerdo que. Había que cruzar el río para llegar donde Fidel Delfín, que también era mocho, pero no era  para nada burro, le faltaba ambas manos y era un placer observarlo como atendía su pulpería, vendiendo, cobrando y dando el vuelto y sin sus manos, era una delicia verlo, que habilidad la que tenía Don Fidel, se afeitaba, llenaba un litro de sanjonero sin botar una gota, comía, escribia en legible y clara ortografía y todo sin sus mano, con apena unos tucos de antebrazos que terminaban en un hueso cubierto de su piel y que era un arma espectular a la hora de deferderse de cualquier agresion.
Pues bien, ese día le pegué la maleta de caraotas al burro mocho y me subí en él, dispuesto a cumplir con el mandado.
De regreso, cruzando uno de los pasos que había que hacerle a la quebrada, cuando estaba justo en medio del riachuelo, del otro lado, un burro realengo comienza a rebuznar y por su obvia sordera el burro mocho se asustó de tal modo, que girando sobre su mismo eje, pega una carrera de regreso tan rápida que yo, aferrado al lomo del alocado burro, no logré mantener el equilibrio y me tiró de bruces en una de las curvas del camino.
Con la jeta sangrando, algunos dientes flojos, sin burro y sin maleta logré llegar a casa. Mi mamá se asustó y acudió a limpiar la sangre que salía a borbotones de mi boca. Al rato llega el burro, caminando tímida y lentamente, como sabiendo la maldad que había hecho al tirarme de bruces de su lomo. Seguramente se reía en sus adentros, por la travesura cometida.
Por el lomo de este burro pasaron todas las cosechas, maíz, caraotas, yuca, leña, agua de la quebrada, taparas repletas de chimó y garrafas de sanjonero que clandestinamente mi hermano Mario destilaba, en un artesanal alambique sabiamente escondido en algún sanjón de  de la montaña.
Más tarde, después de muchos años, Rafael Antonio, mi papá, comenzó a notar al burro muy lento, pausado, triste. Mi viejo, sábio y protector del burro mocho como era, le noto en sus ojos que ya el burro cansado y viejo se estaba despidiendo. Así un día lo bañó, le dió a comer maiz y lo soltó. El burro lentamente se fué alejando de la casa entre los mijaguales y samanes gigantes y más nunca volvimos a ver al burro mocho.
Esa es la historia de burro mocho, la mascota de todos los muchachos que vivimos hace algún tiempo en la Vega de San Isidro en Biscucuy estado Portuguesa.

Toribio Azuaje
Noviembre 2020
(En homenaje a mis amigos de la infancia que conocieron a este asno ejemplar)

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